Silencios e indiferencias que matan
Apenas hace 19 años se consiguió derogar la figura de la legítima defensa del honor conyugal en Ecuador; concebida como el permiso que el Estado brindaba a los hombres para dar muerte a una mujer encontrada en flagrante adulterio. Es relativamente poco tiempo. En 2014, el Código Orgánico Integral Penal identifica el tipo penal de femicidio para referirse al delito cometido por una persona como resultado de condición de género o relaciones de poder manifestadas a través de cualquier tipo de violencia o muerte contra una mujer. Ambos ejemplos constituyen modificaciones en el marco jurídico ecuatoriano que constituyen avances, pero que siguen siendo insuficientes como para que el silencio y sus efectos impidan la pérdida de tantas mujeres en Ecuador.
Cifras de la Fiscalía General del Estado señalan que desde 2014 hasta abril de 2023; tomando en cuenta únicamente los días domingos entre las 00:00 y las 05:59, y entre las 18:00 y las 23:59 tuvieron lugar el mayor número de muertes de mujeres en un contexto delictivo: 114 y 126 muertes respectivamente.
Aunque en un momento específico de la historia del Ecuador si existió una política pública para erradicar el machismo a escala nacional, actualmente el Estado no contempla este tipo de cifras perturbadoras al momento de elaborar políticas públicas. Hoy en día, una serie de eventos siguen siendo considerados como «normales» en lo que tiene que ver con mujeres; resultado de esta omisión.
Para ejemplificar este tipo de eventos, en los cuales se justifica la existencia de “sentimientos en una relación entre hombre y mujer”; la creencia general es que lo que suceda debe ser calificado como «normal» o como “asuntos de pareja”. En los ejemplos que serán descritos a continuación se puede notar que las circunstancias expuestas siguen generando silencios que tienen el potencial de permitir el ejercicio de diversas formas de violencia, y que lamentablemente terminan con el asesinato de mujeres:
Cuando un compañero de trabajo que, bajo la excusa del enamoramiento, acosa e insiste sobre el uso del vínculo laboral para forzar una relación de pareja, sin tomar en cuenta una o varias respuestas negativas de su contraparte. Cuando el mismo compañero de trabajo que, al recibir una negativa cambia el proceder y ejerce violencia; en primera instancia psicológica, pero que puede evolucionar en violencia laboral o física, bajo la justificación de que «es una mujer frívola y mala porque no acepta mi amor”. Cuando una Institución pública o privada permite el acoso laboral hacia las mujeres al no tener ni el conocimiento ni los instrumentos legales necesarios para el tratamiento de éstos casos, olvidándose de su responsabilidad de prevenir cualquier ultraje hacia su dignidad.
Cuando un esposo que, por cualquier motivo descalifica, grita, denigra o miente a su esposa y, posteriormente la convence de “estar loca” cuando ella busca desprenderse de un rol artificial en el ser convierte en propiedad de su marido; un tipo de rol que la sociedad tradicionalmente ha otorgado y permitido.
Cuando un esposo que ejerce violencia en contra de una mujer bajo el criterio de que “el cuidado de los hijos y del hogar son asuntos de mamás y que los padres o esposos únicamente se dedican a proveer”; cuidado con que el proveedor se entere que la esposa o madre de sus hijos gane más dinero que él, pues su capacidad proveer se minimiza, convirtiéndose en un “incapaz” frente a su grupo de amigos y la sociedad.
Su “virilidad” se ve amenazada pues esto va en contra del rol que le asignó una sociedad machista. Cuando la misma Ley del Registro Civil, Identificación y Cedulación en su artículo 82 permite que la mujer casada pueda agregar a su apellido el de su marido, precedido de la preposición “de”, se legitiman leyes que visibilizan el hecho de que las mujeres seguimos siendo cosas y que podemos “elegir” a nuestro dueño.
Esto ha determinado que en muchas ocasiones incluso que el hombre a quien una mujer ama pueda lograr convencerla de ser insignificante sin él, de ser intelectualmente incapaz, de ausencia de valor como ser humano y que, “lo justo» es que es que el hombre la pueda violentar de cualquier manera, porque incluso ante la ley, la mujer es de su propiedad.
Cuando cada 25 de noviembre funcionarios públicos publican fotos disfrazados de morado para ingresar al juego de que su institución vela por los derechos de las mujeres, cuando en la realidad ni siquiera es capaz de proveer baños diferenciados para las mujeres que desempeñan su jornada laboral en zonas alejadas de la ciudad.
En la academia, en los foros o en las entrevistas también se observan estas violencias cuando en un evento de diez ponentes nueve son hombres, y apenas una es mujer (y eso cuando hay suerte), como si no existieran mujeres expertas en las diferentes materias, consiguiendo, una vez más, ausentar nuestras voces.
Se podría continuar poniendo ejemplos de situaciones cotidianas que, horrorosamente continúan siendo consideradas normales, aunque sepamos que terminan causando el asesinato de seres humanos, cuya muerte se normaliza en la sociedad solo porque se trata de mujeres.
El principal efecto de la normalización de las diversas formas de ejercicio de la violencia de género que existe en la sociedad ecuatoriana es este silencio que asesina. Un proceso de normalización en el que la sociedad hace que las víctimas de la violencia se queden calladas, porque en el momento de sacar a la luz los hechos violentos deben enfrentarse primero a que nadie les crea y que además sean juzgadas por su propia muerte. Las mujeres se ven obligadas a escuchar y leer frases de revictimización todos los días, que les culpan por su propia muerte y se apiadan de los asesinos y sus cómplices.
Las mujeres víctimas de violencia psicológica, física y patrimonial deben persuadir a su círculo de familiares y amigos, a la policía, a fiscales y jueces de sus casos, porque la violencia machista se encuentra tatuada en el mal llamado “sentido común” de las ecuatorianas y los ecuatorianos.
Existe una mirada patriarcal que ha cegado históricamente al Estado ecuatoriano y sus instituciones frente a las violencias que se ejercen hacia la vida de las mujeres. El asesinato de María Belén Bernal dentro de la Escuela Superior de Policía Gral. Alberto Rodríguez Gallo, donde el principal sospechoso oficial de policía e instructor confesó haberla matado sin ayuda de otros es evidencia de esta ceguera. El efecto de que, en la formación de los miembros de la Policía Nacional del Ecuador no se considere el género como eje transversal tiene efectos tales como el hecho de que, aunque el 11 de septiembre del 2022 funcionarios estatales, poseedores o en entrenamiento de habilidades para detectar delitos la escucharán gritar pidiendo ayuda y aun así no hicieran nada; ni estudiantes, ni autoridades, porque al fin y al cabo los ruidos de golpes y pedidos de auxilio que se escuchan, consecuencia de la pelea de una pareja, son considerados «normales» y lo único que cabe es el silencio.
Cuando el peso de los hechos indicó que algo sucedió en la habitación del instructor policial, la primera unidad contactada por la autoridades fue inteligencia policial y no la DINASED, lo que dejó evidenciado desde un primer momento un espíritu de cuerpo. La indiferencia, e insensibilidad latente ante estos temas permitió que un aparente asesinato fuera tratado como problema de segunda categoría, porque a pesar de que legalmente se derogaron normas penales que legitimaban la muerte de una mujer a manos de su cónyuge, aún hoy en día la vida de las mujeres continua siendo de segunda categoría para el Estado, incluso a perjuicio de comparar la importancia de los efectos institucionales que tuvo que los hechos hayan llegado a conocerse a nivel nacional, y como producto directo de la presión mediática que logró la madre y el hijo de María Belén, a quienes, posteriormente se unieron organizaciones de la sociedad civil, debido a las múltiples omisiones estatales que cada día seguían apareciendo.
Lo que no ve el Estado es que la violencia machista no tiene como víctimas únicamente a mujeres, ésta se extiende a sus hijos porque también les quita la vida. Así por ejemplo, en abril de 2022 en Ibarra se cometió el sicariato de Zoe, una bebé de siete meses, a manos de su padre. El ahora ex policía Luis Andrés L. T., y su esposa quien no es la mamá de Zoe; por José L. y Ufredo B , quienes fueron sentenciados con una pena privativa de libertad de 34 años.
Otra mujer que se suma al listado de víctimas de femicidio es Katherine Cingaña, quien fuera asesinada por su pareja: el cabo Jonathan Través el 3 mayo de 2023, y con quien compartía un hijo de dos años.
Es hora de ponerle los ojos de género al Estado y a sus instituciones. Basta de complicidad para normalizar el pensamiento machista arraigado y las muertes que esto provoca. Basta de permanecer impávidos e indiferentes. No podemos esperar que más eventos nos sigan mostrando todo lo que está mal con respecto a la visión de género en el Estado ecuatoriano y sus instituciones. ¿Cuántas muertes más de mujeres y sus hijos tenemos que presenciar? ¿Cuántos policías más van a cometer femicidios con sus parejas?
Necesitamos que el Estado sea quien nos de éstas respuestas y deje de mirar a otro lado, pues hechos como los narrados no serán olvidados. Basta de la complicidad estatal al no reconocer oficialmente los efectos de la violencia estructural que ejercen sus instituciones. ¡Es hora de que el Estado se haga responsable por nuestras muertas!